Encontrar el camino que sigue el orden divino, ese que está alineado con el plan maestro de nuestra vida, a veces no es fácil. Me doy cuenta de que se me resiste cuando aparece esa sensación ‘de estar dando tumbos’, me siento de aquí para allá sin encontrar-me realmente cómoda con nada.
Acabo de vivir una de las elecciones más importantes de mi vida, de la que he vivido hasta este momento, claro. Y de algún modo es como si la vida me ha ido llevando, preparándome en una danza perfecta hasta ese momento en el que desperté una mañana y lo vi con claridad: ¡ajá, era esto! ¡ya está, qué alivio!
Hasta que ese instante de certeza se produce, hay que vivir la duda, el cambio de opinión continuo, la polaridad que en la superficie acontece, del ‘sí’ al ‘no’ pasando por el ‘no sé’.
Esa dualidad me invita a pararme, hacer una pausa y no seguir caminando hasta ver hacia dónde quiero encaminar el siguiente paso. Es lo que yo llamo ‘hacer una pausa para elegir conscientemente’. Y cuando llega la parada me abro a las infinitas posibilidades, ahí no hay un solo camino; abrazar una amplitud de miras me ayuda a continuar con la inercia del movimiento sutilmente.
Este verano he vivido una situación familiar en la que he tenido que elegir un camino que no había planeado, casi diría que apenas habría imaginado antes que llegaría a transitar.
Y ahora puedo ver que llegó como oportunidad de crecimiento, aunque al principio me descolocó tanto que me revolví en ese querer definir cómo deberían de ser las cosas.
Y es que el ‘cómo’ le corresponde a la Vida. Ella sabe siempre el mejor camino, el que está ordenado con ‘ese algo mayor” que orquesta esta danza que es vivir. Y ese orden divino tiene unas leyes naturales que son universales, que facilitan el concierto y la coherencia, y han de ser siempre respetadas.
Así una mañana, como te contaba, me desperté sabiendo lo que tenía que hacer, consciente de que la vida tenía un plan distinto al que había imaginado en esta ocasión. Y lo vi con claridad, dentro de mí, en lo profundo, allí donde el ego no tiene ni voz ni voto; en ese espacio del Ser en que maravilla con cada amanecer, que celebra la vida tal cual se despliega, que no necesita que nada sea de ningún modo y a la vez agradece hondamente todo lo que llega; en la consciencia de la mágica abundancia del Universo cuando abrimos los brazos para recibir alegremente todo, sin distinciones.
Mientras te escribo acaba de amanecer y los rayos del sol naciente bañan mi rostro y su caricia me hace sonreír, sonreírle a la vida en su renacer continuo, mientras doy gracias por este nuevo día.
Retomo el hilo que me llevaba a hablarte de ese instante de conexión íntima conmigo en el que no hay duda, solo certeza. Suele llegar cuando estoy con los ojos cerrados y la mirada hacia dentro, el corazón bien presente y el cuerpo ligero, en esa levedad del Ser que te invita a flotar en un vacío ingrávido, como si volviera a un gran útero que me acoge y sostiene como lo hace la Madre Tierra, nuestra madre universal.
A este estado, casi de éxtasis, le sigue otra etapa que comienza cuando abro los ojos y toca poner en práctica, manifestar en este plano, dar forma, eso que nítidamente acabo de ver y sentir en mi interior.
Y ahí comienza la experiencia exterior, el camino se va abriendo a cada paso que doy, con más acierto o más torpemente, según el desafío que tenga por delante. Y a veces me pierdo y tengo que volver a cerrar los ojos para conectar de nuevo con la claridad, el faro de luz que me guía desde dentro y lo veo claro y al abrir los ojos vuelve a ser fácil o no. Y cuando es no, pido señales más claras, porque en el mundo que nos rodea, el de la manifestación, tengo que estar muy atenta para no distraerme de la dirección elegida.
Así, esta danza que estoy viviendo, me está permitiendo sentir paz en mi corazón al tiempo que acojo las lágrimas y la emoción intensa que el desapego hace brotar en mí. Porque en lo profundo sé que soltar, dejar ir algo muy querido, hoy es el camino más ordenado para mí y a esa certeza vuelvo una y otra vez para continuar encontrando la alegría en cada amanecer, más allá de la sensación que deja la pérdida.
Agradecida por tu presencia, te abrazo.